Estimado Mr. Pan

Mire por dónde, Mr. Pan, usted y yo hace tiempo que nos conocemos y, reconozcámoslo, nunca nos hemos llevado demasiado bien. Es cierto que la culpa no es del todo suya. Quizás si, como todos los niños de mi época, hubiera dejado que Mr. Disney hiciera las presentaciones, la impresión habría sido otra pero el falso prurito de lector con ambiciones me jugó, otra vez, una mala pasada. Resultó que nada más de salir del cine de verano de Almuñécar donde le vi por primera vez encontré una edición de la obra de James Matthew Barrie en un tomo de la vieja Espasa. Allí, obviamente, usted era distinto al de la pantalla. A partir de ese momento, para qué negarlo, le traté con un cierto desdén
Sin ánimo de ofender, Mr. Pan, usted me parecía un coñazo. ¡Qué manía la suya de querer retener la infancia! Total, ¿para qué? A mí me ocurría todo lo contrario: intentaba crecer cuanto antes, consideraba un halago que los demás me vieran mayor de lo que era, por eso prefería el libro de Barrie a las ediciones ilustradas con sus andanzas. Luego, cuando Terenci Moix le invocó en la última entrega de sus memorias, El beso de Peter Pan, empecé a verle con otros ojos.
IMG_4501Le explico todo eso a cuenta de la novela de Nando López, que acabé de leer anoche. A este señor, al tal López, lo conocía de oídas por ese patio de vecindad que son las redes sociales. Lo que no sabía es que su novela iba a acompañarme la mitad de la cuarentena. Abrí el libro un rato antes de que Pedro Sánchez anunciara en la televisión lo que se nos venía encima. Créame, ese fue otro error porque, afortunadamente, tengo poca experiencia en convalecencias. Para cuando llegaran, tenía preparados todos los volúmenes de En busca del tiempo perdido o Guerra y paz e, incluso, El Quijote. Nunca una historia de gente que se acerca a los cuarenta, como en Hasta nunca, Peter Pan.
O sea, que empezábamos mal. En las primeras páginas me sentí desorientado, como cuando uno se acerca por primera vez a un grupo de gente distinto al que frecuenta y no sabe muy bien seguir las conversaciones ni conoce a la gente y los sitios de los que hablan. No se ponga a la defensiva, la culpa no la tenían ni López ni sus habilidades narrativas. Los personajes de la novela eran adolescentes en los noventa. Por entonces, yo tenía mucho trabajo, un hijo, había firmado una hipoteca y sobrellevaba los estragos de un divorcio. Así que no tenía tiempo para que me marcara tal o cual director o de aprenderme los diálogos de una película. Como a los de la novela de marras, prefería no pensar en lo que estaba haciendo y me limité a seguir haciéndolo.
A medida que las apariciones de Sánchez se hicieron más frecuentes, comprendí que necesitaba un tobogán. Y ahí estaba usted, Mr. Pan, y las vidas de esa turba que le acompañaba, cada vez más cercanas, en lo profundo, en lo sustancial, a la mía. A medida que avanzaba la trama era imposible no tener cariño a Unai. Me basta con recordar la soledad que sentí a su edad –asiento mientras leo– para entender la que debe estar viviendo él.”  Y a David, a Laura, al putón de Sergio e, incluso, al sin sustancia de Félix. Por una vez, Mr. Pan, me sentí cerca de usted. Nunca pensé que le escucharía confesar que madurar quizás consista en aprender a encajar desengaños.
Un rato antes de acabar el libro, y de tener que admitir que nuestras diferencias se reducían a una cuestión de prejuicios, skalteé, supongo que se conjugará así, a López. No se me ocurría otra forma de contarle que aplaudía su original forma de contar las experiencias de un grupo de criaturas que saben que la vida, aunque efímera, es la única certeza posible.
Que la música siga. Que la película continúe. Buena suerte, Mr. Pan. Como a tanta gente, espero abrazarle cualquier día.

¿Cuándo llega Haas?

No volveré a contar nada sobre los libros que leo. Otros se encargan de esa tarea con mejor empeño y más fortuna. Me he propuesto alejarme de cualquier mesa de novedades, silenciar la última obra de cierto autor que admiré, la tarjeta de presentación de toda joven (promesa). Lo miremos como lo miremos, todo está escrito, la sorpresa no existe, es una ilusión falsa. Desde la primera página a la última, cada grito, atardecer, lugar, individuo se parece demasiado a otros que surgieron en parajes, situaciones, ambientes distintos. Me aburren los viajes a épocas remotas, los escribanos metidos a detectives, los reyes que salen ilesos de mil conspiraciones, los secretos recién descubiertos, el Vaticano, los templarios, las pistolas, los venenos, la crueldad que envidia el cine, la fantasía de bolsillo, los sonetos con música y el verso libre deconstruído. ¡Que inventen ellos! Mi reino es de otro mundo, no sé exactamente de cuál pero, si existiera, quizás debiera parecerse a aquel de donde llega la sosegada voz de un poeta que no conocía. Se llama Carl Norac y es el autor de un libro titulado Elogio de la paciencia, que con tanta ilusión como esfuerzo ha puesto en la calle E.d.a., una pequeña editorial de Benalmádena. Si mi propósito de silencio no fuera tan sólido,  habría copiado aquí algunos pasajes, entre comillas y en cursiva, fuera de contexto, como sólo citan los que saben hacerlo. …Son tus días malgastados que golpean el asfalto, tus días dejados sin descendencia. Esas horas es necesario que a su vez te aventajen en rebaños y que en tres pasos de carga te dejen en el sitio para compartir un alba con un desconocido. Si la voz de Norac es de ésas que te persiguen todo el día,  las de los personajes de El clima desde hace quince años, la novela de Wolf Haas, tienen un timbre que, rarezas de sordo, me han recordado algunas con las que también supieron entusiasmarme la tita Duras o Tennesse. Conmigo no cabe nunca la sorpresa, aunque, de vuelta de todo y sin confianza en nada, de pronto se obre el milagro y, con la complicidad traidora de Rosa Ribas, Haas, renglón va y renglón viene, juegue con la estructura y los saltos en el tiempo para que uno crea que han regresado los veranos de estanque y goma negra de neumático. Por una historia como ésa merecería la pena viajar, de norte a sur, de un sitio a otro, del ángulo externo del ojo al pómulo. Que se mueran los feos. Ni la peor de las torturas me arrancará un gesto sobre los títulos del mejor catálogo de novedades. Pero una sóla palabra nueva de Norac o Haas bastarían para sanarme.

Garrote, garrote vil

De todos los comensales, él, aquél día, el del Libro, era el menos dicharachero. Y, sin embargo, tenía mucho que contar. Pero Joaquín Guerrero Casasola, que acababa de obtener el premio L’H Confidencial de novela negra, se limitó a informarnos de que estaba cursando un doctorado en Salamanca. Ahora que he terminado de leer su espléndida novela Ley garrote recuerdo aquél almuerzo y lamento no haber sido indiscreto para averiguar si Gil Baleares, ese antiguo policía que abandonó el cuerpo “dizque por ideales, ética y esas cosas”, que vive “a salto de mata” y que tiene trabajo cuando alguien lo busca “después de haberlo intentando todo, igual que los desahuciados que buscan curanderos y brujos”, regresará pronto, como vuelven siempre los grandes, de Marlowe a Carvalho, desde que la literatura empezara a teñirse de negro. Ocupado con el entrecot y en seguir la conversación ajena, Guerrero Casasola olvidó, o se lo impidió la charlatanería del resto, hablarnos de ese Méjico que no es lindo ni se parece al que describía “ese puto de [Agustín] Lara que no se cansa de cantar aunque ya esté muerto”. Baleares, su personaje, opina el mundo es “un jodido laboratorio psicológico pervertido por la cadena alimenticia, el pez grande devorando al chico sin necesariamente tener hambre”. No seré yo quien le lleve la contraria. Por desgracia, la realidad es parte de la ficción y no a la inversa. Lo confirma la crónica periodística: “Mal pagados y peor entrenados, los agentes mexicanos son presa fácil para el crimen organizado” (El País, 26/06/07). De puertas para adentro, el extravío del Perro Baleares, la ingenuidad de Juanito el desdoblamiento de Yayo, la honradez del taxista en el último viaje, aportan su cuota a un realismo que no es mágico y sí descorazonador. Recuerdo a Guerrero Casasola, sentado ante mi en la mesa, elegante, silencioso, con esa mezcla de desconfianza y aplomo que usan los grandes escritores para contar la vida.

La niebla herida

Lo peor que puede ocurrirle a un lector –un conductor, a fin de cuentas, extraviado en la autopista de una historia– es que, en mitad de la espesa niebla, se haga de noche y deba detener el viaje. Joaquín M. Barrero me contó que, aunque había urdido tramas desde joven, sólo en ese momento en que las obligaciones laborales dan paso a otras experiencias más personales había conseguido el tiempo y la serenidad necesarios para publicar una novela.
Barrero reúne, sin duda, uno de esos perfiles de fotomatón a los que son tan propensos los periodistas. El del escritor tardío que logra que algunos de los mejores libreros de España, primero, una potente editorial, más tarde, y miles de lectores, después, se entusiasmen con un thriller. O para condensarlo en un titular, algo así como «Del anonimato al best seller«.
Pero toda referencia periodística es siempre superficial. ¿Qué plumilla destacaría que a Joaquín M. Barrero le gusta emocionar a sus lectores? En La niebla herida, detrás del argumento –en la tierra nadie que se extiende desde la página hasta el corazón de quien sujeta el libro en sus manos– se advierten los colores de otra época, más pobre, más dura, distinta. Para los que nacimos después, la neblina obra el milagro, entonces, de mostrar los olores de la taberna, los secretos del matadero o la sensualidad de Jennifer Jones y Tom Tyler en los cines de programa doble.
Sí, hay muchos, demasiados, libros varados pero en La niebla herida nada se detiene. El lector huye con los muchachos que escapan de un suceso atroz, y a los que el destino dispensará un trato acorde con la dureza del momento, sin que durante la fuga pierda de vista el paisaje más negro que gris de la España del racionamiento.
Siempre asocio la niebla a los viajes que hice de niño en el modesto coche familiar. La niebla era entonces niebla y no el humo blanquecino de hoy. Como cuando salíamos al campo y la espesura gris borraba cualquier referencia. Eso ocurre a veces con los libros. Uno empieza a leer y no sabe cómo seguir ni a donde llegar. En La niebla herida, Joaquín M. Barrero guía con tino al lector.
¿Qué se puede esperar de un novelista que bautiza a su personaje con el nombre de Corazón?

Mañana, mañana, tomorrow

El dependiente de la tienda de electrodomésticos bromeó con mi peculiar forma de pronunciar “tomorrow”. Yo debía tener seis o siete años y después de mucho insistir, al fin había conseguido que me compraran el single con el que Los Ángeles se habían convertido en un grupo popular. Tiempo después, poco, los vimos bajarse de un taxi, frente a una cafetería muy vanguardista, la primera, creo recordar, que servía rebanadas tostadas de pan de molde en lugar del clásico bollito. Los Ángeles representaban lo moderno en el limitado horizonte de la vida provinciana, como los muebles de realite, el cubalibre, o el 850 Cupé. Este tipo de anécdotas no aparecen, evidentemente, en el libro de Fernando Díaz de la Guardia “Los Ángeles, una leyenda del pop español”, pero tampoco alterarían lo esencial de una crónica, apasionada, de la época en la que España, incluso en esos lugares alejados de Madrid y Barcelona, soñó con ser rabiosamente moderna. Es más, Díaz de la Guardia esboza el argumento de una novela. Cuatro muchachos que, atraídos por los ritmos que llegan de fuera, sueñan con parecerse a los de Liverpool, se rapan el pelo por una apuesta, alcanzan el despacho del productor discográfico de moda, consiguen un repertorio de canciones pegadizas, salen en la tele y hacen una película. Cerca de los treinta, descubrirán que el país, la música y hasta ellos mismos han cambiado. El final, sobre el asfalto, tiene ese mismo tono épico. Un mes después de que Manolo Garrido anunciara por la radio lo ocurrido, se organizó un concierto, entre homenaje y benéfico, en la plaza de toros. Para entonces, yo tenía casi catorce años, habían transcurrido ocho desde la mañana en que me hice con el disco, Franco había muerto, el productor estaba a punto de cerrar su época dorada, el arreglista se suicidaría meses más tarde y las canciones románticas e ingenuas daban paso a un grito de “libertad sin ira” que esperanzaba a los melenudos, ya puretas y treintaañeros, que antes se habían emocionado con las canciones de Los Ángeles. Todo había sucedido muy deprisa.

Miguel Ángel (Muñoz)

«…De los once, posiblemente el mejor sea el más extenso, ‘Antón Chéjov, médico’, que es una cadena de homenajes, al maestro ruso, desde luego; pero también, en esas «rosas y amarillas blancas recién cogidas», por su hermana María, hay un guiño a uno de los mejores relatos que recuerdo de Carver, ‘Tres rosas amarillas’ (que da título a uno de sus libros), y que evoca la muerte del escritor. A mí me gusta mucho también ‘Unidos’, que es un bocado de realidad con una pareja duchándose y que tiene algo (y mucho) de Carver, y también ‘Zona de peaje’, con una resolución previsible y una ambigüedad última que le da un volantazo y lo salva. ‘El rapto de Woody Allen’ tiene un golpe de amor fou, salvaje y gastronómico, que le hace simpático, aunque suene a algo ya visto (hasta en el cine). ‘Soy dueño de la lluvia’, en cambio, parte de una idea acaso contaminada por el «realismo sucio» de los Carver y otros y acaba siendo resuelta la historia con fuerza y personalidad propias…»
Javier Goñi
Babelia-El País
11/11/06