Candiles era una fiesta

Mi infancia empezó a acabarse el día que aprendí a leer. Hasta entonces, las cosas tenían un nombre, un único nombre; todo el mundo sabía referirse en los mismos términos a lo que estaba pasando y el horizonte llegaba hasta donde alcanzaba mi vista. Pero un día mi madre trajo a casa la cartilla Palau y poco después me llevó a las monjas del convedownload.jpgnto de enfrente de la casa y más tarde a un colegio de curas que, como primera condición, plantearon la compra de un sinfín de libretas y libros.

Ahí cambió todo. Con extraordinaria facilidad, mi mente se fue poblando de conceptos, de matices, de reglas que, de un modo lento y constante a la vez, fueron arrinconando aquellas formas de hablar, de comportarse que conformaban lo cotidiano en mi entorno. ¿Cómo podría haberle dicho al maestro que no había tenido “gábilos” para acertar el momento en el que se cruzarían dos trenes que circulaban en sentido contrario? ¿Qué risas y chanzas hubiera suscitado escuchar que aquel niño escuchimizado que se sentaba en la última fila había sacado una “jartá” de suspensos? ¿Quién para justificar la falta a clase del día anterior habría dicho que estuvo “malico”?

Al mismo tiempo que las palabras quedaban atrás, con cada estirón iba cambiando todo. Un buen día, sin una razón precisa, decidí que quería ser escritor o, lo que es lo mismo, que estaba decidido a pasar horas y horas aporreando la máquina de escribir Amaya para empezar a tener una obra digna de todos esos autores que, de un modo lento y constante a la vez, habían reemplazado a los libro escolares en las estanterías del viejo buró. Y, sin poderlo evitar, en mitad de un cuento, de una novela, se cruzaba alguna de aquellas palabras que tan hermosas sonaban en las voces de mis tías, de mi madre. Afortunadamente, la equis se encargaba de matar letra por letra cada uno de esos vocablos con la eficacia del forajido que borra sus huellas.Amaya.jpg

Hace unos días, en Twitter me llamó la atención algún comentario elogioso hacia un libro de relatos. Había terminado La habitación de invitados, y estaba apunto de empezar el voluminoso 4321 de Paul Auster. Como lo había publicado una editorial local y me hallaba de vacaciones en mitad del campo, quise comprarlo en formato digital a través de Amazon. Al fin, terminé por escribir al autor y preguntarle si la obra se hallaba en alguna plataforma en la red. Gerardo Rodríguez Salas tuvo el detalle de enviarme sus Hijas de un sueño a vuelta de correo.

Comprendo que en estas circunstancias parece un recurso educado decir que la lectura me atrapó desde el primer momento pero, para ser honestos, debo contar que lo que me sedujo desde el primer relato, el que da título al conjunto, fue la autenticidad de las voces de esas mujeres que, como en aquella canción de Charles Aznavour, asisten a la agonía de su madre.

Allí estaban las palabras escuché que en mi infancia. Por un momento, creía estar oyendo otra vez a mi propia madre y a mis tías, a los adultos que me acompañaron en aquellos años, cuando yo también, como Gabo, era feliz e indocumentado. Además de ese nexo expresivo, las historias de Hijas de un sueño están entretejidas por una atmósfera, no exenta de magia, que recupera la España, o para ser más exactos, la Granada, rural de los cincuenta y sesenta del siglo pasado, con los ecos de la guerra, la dureza que se imponía a la mujeres o la crueldad con la que segaba el más mínimo indicio de diferencia.

Por si ese anhelo de contar desde lo global, desde lo literario, asuntos tomados de lo local, o lo cotidiano, Gerardo Rodríguez Salas invoca a la figura que mejor ha conciliado lo uno y lo otro, el granaíno con la mirada y la voz más universal, Federico Garcia Lorca. Dos piezas de este libro homenajean al poeta en Nueva York pero también, al meno para mi, a su mejor criatura femenina: doña Rosita la soltera.

Me parece valiente que en su primera aventura literaria Gerardo Rodríguez Salas haya apostado, sin complejos ni vacilaciones, por lo más difícil: revestir lo cotidiano, con sus olores, sus miserias, sus complejos, sus luces también, de un envoltorio mágico, Candiles, como si de un Macondo, Utopía o un condado de Yoknapatawpha fueran.

La vida, como escribe Rodríguez Salas, es un telar que va tejiendo historias. Debo confesar que al leer estas páginas he sentido una cierta envidia: quizás debí empezar a mover mis hilos así y recuperar todo aquello que fui antes que los libros llegaran a mi vida. Ahora quizás sea tarde.

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